Mas a poco tuvo motivo de disgusto, por haber muerto de parto la mujer de Darío, y dio bien claras pruebas del sentimiento que le causaba el que se le quitase la ocasión de manifestar su buen corazón. Hizo, pues, que se le diera sepultura, sin excusar nada de lo que pudiera contribuir a la magnificencia y al decoro. En esto, uno de los eunucos de la cámara, que había sido cautivado con la Reina y demás mujeres, llamado Tireo, marcha corriendo, en posta, del campamento, y llegado ante Darío le refiere la muerte de su esposa. Después de haberse lastimado la cabeza y desahogándose con el llanto: “¡Estamos buenos -exclamó- con el Genio de la Persia si la mujer y hermana del rey no sólo ha vivido en la servidumbre, sino que ha sido también privada de un entierro regio!” A lo que replicando el camarero. “Por lo que hace al entierro -dijo- ¡oh Rey! y a todo honor y respeto, no tienes en qué culpar al Genio malo de la Persia: porque mientras vivió mi amada Estatira, ni a ella misma, ni a tu madre, ni a tus hijos les faltó nada de los bienes y honores que les eran debidos, a excepción del de ver tu luz, que otra vez volverá a hacer que resplandezca el supremo Oromasdes, ni después de muerta aquélla ha dejado de participar de todo decoro, siendo honrada con las lágrimas de los enemigos, pues Alejandro es tan benigno en la victoria como terrible en el combate.” Al oír Darío esta relación, la turbación y el amor lo condujeron a infundadas sospechas; e introduciendo al eunuco a lo más retirado de su tienda: “Si es que tú -le dijo- no te has hecho también Macedonio con la fortuna de los Persas, y todavía soy tu amo Darío, dime, reverenciando la resplandeciente luz de Mitra y la diestra del rey, si acaso son ligeros los males que lloro de Estatira, en comparación de otros más terribles que me hayan acaecido mientras vivía, por haber caldo en manos de un enemigo cruel e inhumano. Porque ¿qué motivo decente puede haber para que un joven llegue hasta ese exceso de honor con la mujer de un enemigo?” Todavía no había concluido, cuando, arrojándose a sus pies, Tireo empezó a rogarle que mirara bien lo que decía, y no calumniara a Alejandro, ni cubriera de ignominia a su hermana y mujer muerta, quitándose a si mismo el mayor consuelo en sus grandes infortunios, que era el que pareciese haber sido vencido por un hombre superior a la humana naturaleza, sino que, más bien, admirara en Alejandro el haber dado mayores muestras de continencia y moderación con las mujeres de los Persas que de valor con sus maridos. Continuaba el camarero profiriendo terribles juramentos en confirmación de lo que había dicho y celebrando la moderación y grandeza de ánimo de Alejandro, cuando saliendo Darío adonde estaban sus amigos, y levantando las manos al cielo: “Dioses patrios -exclamó-, tutelares del reino, dadme ante todas las cosas el que vuelva a ver en pie la fortuna de los Persas, y que la deje fortalecida con los bienes que la recibí, para que, vencedor, pueda retornar a Alejandro los favores que en tal adversidad ha dispensado a los objetos que me son más caros; y si es que se acerca el tiempo que la venganza del cielo tiene prefijado para el trastorno de las cosas de Persia, que ningún otro hombre que Alejandro se siente en el trono de Ciro.” Los más de los historiadores convienen en que estas cosas sucedieron y se dijeron como aquí van referidas.