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Alejandro, después de haber puesto a su obediencia todo el país de la parte acá del Éufrates, movió contra Darío, que bajaba con un millón de combatientes. Refirióle uno de sus amigos una ocurrencia digna de risa, y fue que los asistentes y bagajeros del ejército, por juego, se habían dividido en dos bandos, cada uno de los cuales tenía su caudillo y general, al que los unos llamaban Alejandro, y los otros Darío. Empezaron a combatirse de lejos tirándose terrones unos a otros; vinieron después a las puñadas, y, acalorada la contienda, llegaron hasta las piedras y los palos, habiendo costado mucho trabajo el separarlos. Enterado de ello, mandó que los caudillos se batieran en duelo, armando él por sí mismo a Alejandro, y Filotas a Darío; y el ejército fue espectador de aquel desafío, tomando lo que en él sucediese por agüero del futuro éxito de la guerra. Fue reñida la pelea, en la que venció el que se llamaba Alejandro, y recibió por premio doce aldeas y poder usar de la estola persa; así es como Eratóstenes nos lo ha dejado escrito; pero la grande batalla contra Darío no fue en Arbelas, como dicen muchos, sino en Gaugamelos, nombre que en dialecto persa dicen significa la casa del Camello, a causa de que en lo antiguo un rey, huyendo de los enemigos en un dromedario, le edificó allí casa, señalando algunas aldeas y ciertas rentas para su cuidado. La luna del mes boedromión se eclipsó al principio de los misterios que se celebran en Atenas, y en la noche undécima, después del eclipse, estando ambos ejércitos a la vista, Darío tuvo sus tropas sobre las armas, recorriendo con antorchas las filas; pero Alejandro, mientras descansaban los Macedonios, pasó la noche delante de su pabellón con el agorero Aristandro, haciendo ciertas ceremonias arcanas y sacrificando al Miedo. Los más ancianos de sus amigos, y con especialidad Parmenión, viendo todo el país que media entre el Nifates y los montes de Gordiena iluminado con las hachas de los bárbaros, y que desde el campamento se difundía y resonaba una voz confusa con turbación y miedo, como de un inmenso piélago, admirados de semejante muchedumbre, y diciéndose unos a otros que había de ser empresa el acometer al descubierto y repeler tan furiosa tormenta, se dirigieron al rey, concluido que hubo los sacrificios, y le propusieron que se acometiera de noche a los enemigos y se ocultara entre las sombras lo terrible del combate en que iban a entrar. Pero, diciendo él aquella tan celebrada sentencia “Yo no hurto la victoria”, a unos les pareció que había dado una respuesta pueril y vana, tratando de burlería tan grave peligro; pero otros creyeron que había hecho bien en manifestar confianza en lo presente, y acertado para lo futuro en no dar ocasión a Darío, si fuere vencido, para querer todavía hacer otra prueba, achacando esta derrota a la noche y a las tinieblas, como la primera a los montes, a los desfiladeros y al mar: porque Darío, con tan inmensas fuerzas, no desistiría de combatir por falta de armas o de hombres sino cuando perdiera el ánimo y la esperanza, convencido de haber sido deshecho en batalla dada a vista de todo el mundo, de poder a poder.

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