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La guerra primera que tuvo que sostener fue contra los Helvecios y Tigurinos, que, poniendo fuego a sus doce ciudades y cuatrocientas aldeas, caminaban acercándose a Roma por la Galia, ya sojuzgada, como antes los Cimbros y Teutones, no siendo inferiores a éstos en arrojo y ascendiendo la muchedumbre de todos ellos a trescientos mil hombres, y el número de los combatientes, a ciento noventa mil. De éstos, a los Tigurinos los destrozó junto al río Áraris, no por sí, sino por medio de Labieno, a quien envió con este encargo. En cuanto a los Helvecios, conduciendo él mismo su ejército a una ciudad aliada, le acometieron repentinamente en la marcha, por lo que se apresuró a acogerse a una posición fuerte y ventajosa. Reunió y ordenó allí sus fuerzas, y trayéndole el caballo: “Éste- dijo- lo emplearé después de haber vencido en la persecución; ahora, vamos a los enemigos”; y los acometió a pie. Costóle tiempo y dificultad el rechazar la gente de guerra; pero el trabajo mayor fue en el sitio donde se hallaban los carros y en el campamento, porque no sólo aquélla hizo otra vez cara y volvió al combate, sino que sus hijos y sus mujeres se resistieron con obstinación hasta la muerte; de manera que no se terminó la batalla casi hasta media noche. Coronó esta victoria, que fue gloriosa, con el hecho, más ilustre todavía, de establecer a los fugitivos que sobrevivieron de aquellos bárbaros, precisándolos a repoblar el país que habían dejado y a levantar las ciudades que habían destruido, siendo todavía en número de más de cien mil; lo que ejecutó por temor de que, adelantándose los Germanos, pudieran ocupar aquella región ahora desierta.

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