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Recibidas estas noticias por el Senado, decretó que por quince días se sacrificase a los dioses, y que aquellos, absteniéndose de todo trabajo, se pasasen en fiestas, no habiéndose nunca señalado otros tantos por ninguna victoria; y es que el peligro se reputó grande por amenazar a un tiempo tantas naciones, haciendo también más insigne este vencimiento la pasión con que la muchedumbre miraba a César, por ser éste el que lo había alcanzado; el cual, habiendo dejado en buen estado las cosas de la Galia, volvió entonces a invernar en el país regado por el Po para continuar sus manejos en la ciudad, pues no solamente los que aspiraban a las magistraturas por su mediación y los que las obtenían sobornando al pueblo con el caudal que él les remitía hacían cuanto estaba a su alcance para adelantarlo en influjo y poder, sino que de los ciudadanos más principales y de mayor opinión, los más habían acudido a visitarle a Luca; y entre éstos, Pompeyo y Craso, y Apio, comandante de la Cerdeña, y Nepote, procónsul de la España: de manera que se juntaron hasta ciento veinte lictores, y del orden senatorio arriba de doscientos. Convínose en un consejo que tuvieron en que Pompeyo y Craso serían nombrados cónsules, y que a César se le asignarían fondos y otros cinco años de mando militar, que fue lo que pareció más extraño a los que examinaban las cosas sin pasión, por cuanto los mismos que recibían grandes sumas de César eran los que persuadían al Senado a que le hiciera asignaciones, como si estuviera falto, o, por mejor decir, lo precisaban a ejecutarlo y a llorar sobre lo propio que decretaba, pues se hallaba ausente Catón, porque de intento lo habían enviado a Chipre, y aunque Favonio, que seguía las huellas de Catón, se salió fuera de la curia a gritar al pueblo cuando vio que no sacaba ningún partido, nadie hizo caso: algunos, por respeto a Pompeyo y a Craso, y los más, por complacer a César, sobre cuyas esperanzas vivían descansados.

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