Con todo, la pretensión de César tenía la más recomendable apariencia de justicia: porque proponía dejar por su parte las armas, y que, haciendo otro tanto Pompeyo, ambos pusieran su suerte en manos de los ciudadanos; pues de otra manera, quitando las provincias al uno y confirmando al otro el poder que tenía, a aquel lo abatían y a éste le preparaban los caminos de la tiranía. Habiendo hecho esta misma proposición ante el pueblo Curión, tribuno de la plebe, a nombre de César, fue muy aplaudido, y aun algunos arrojaron coronas sobre él, como se derraman flores sobre un atleta. Otro tribuno de la plebe, Antonio, mostró a la muchedumbre una carta que había recibido de César sobre este mismo objeto, y la leyó, a pesar de la oposición de los cónsules. Mas en el Senado, Escipión, suegro de Pompeyo, abrió este dictamen: que si para el día que se prefijara no deponía César las armas, se le declarara enemigo público. Preguntando, pues, los cónsules si les parecía que Pompeyo depusiera las armas y las depusiera César, aquella parte tuvo pocos votos y ésta todos, a excepción de muy pocos; insistiendo de nuevo Antonio en que ambos hicieran dimisión de todo mando, a esta sentencia se arrimaron todos con unanimidad; pero instando Escipión, y gritando el cónsul Léntulo que contra un ladrón lo que se necesitaba eran armas y no votos, se disolvió el Senado, y a causa de esta disensión mudaron vestidos como en un duelo público.