Todavía estaba en el ejército, cuando su hermano, que se hallaba en camino para el Asia, cayó enfermo en Eno, ciudad de la Tracia, de lo que al punto le vinieron cartas. Reinaba en el mar una gran tempestad, y no hallándose pronta ninguna nave de suficiente porte, se embarcó en un buque pequeño, en el que, no llevando en su compañía más que dos amigos y tres esclavos, se hizo a la vela desde Tesalonica. Estuvo en muy poco que no naufragase, y habiéndose salvado por una especie de prodigio, justamente llegó cuando Cepión acababa de fallecer. Este golpe parece que le llevó con menos paciencia del que era de esperar de su filosofía, dando muestras de un profundo dolor, no sólo con derramar largo llanto y con abrazarse repetidas veces al cadáver, también con el gasto en los funerales y con las prevenciones de aromas, de ropas ricas llevadas a la hoguera y de un monumento labrado de mármoles de Paro, erigido en la plaza de Eno, que tuvo de costo ocho talentos. Hubo algunos que calumniaron esta magnificencia, comparándola con la severidad de Catón en todo lo demás, no haciéndose cargo de que en su misma entereza e inflexibilidad para los placeres, los terrores y los ruegos vergonzosos entraba mucha parte de dulzura y amabilidad. Con motivo de este duelo las ciudades y particulares poderosos le hicieron magníficos presentes en honor del muerto, de los cuales, no admitiendo dinero alguno de nadie, recibió los aromas y cosas de adorno, pagando su precio a los que las enviaban. De la herencia de Cepión, que recayó en él y en una niña, hija de éste, nada descontó en la participación por los gastos que hizo en el funeral, y sin embargo de haberse conducido y conducirse de esta manera, hubo quien escribiese que con un arnero hizo cerner y pasar las cenizas del cadáver en busca del oro que se hubiese fundido. ¡Tan cierto estaba de que podía, no menos con la pluma que con la espada, desmandarse a todo, sin estar sujeto a cuenta ni razón!