Cuando llegó el día de haber de votar el pueblo sobre la ley, tenía Metelo dispuestos en la plaza hombres armados, forasteros, gladiadores y esclavos. Estaba también prevenida otra parte del pueblo, y no pequeña que deseaba alteraciones, esperanzada en Pompeyo; y gran número, asimismo, de los partidarios de César, que a la sazón era pretor; mientras que con Catón se condolían los principales ciudadanos, que más bien sufrían que le ayudaban. Su casa estaba toda entregada al abatimiento y al miedo, tanto, que algunos de sus amigos pasaron allí toda la noche en vela, sin tomar alimento, inciertos de lo que harían, y la mujer y las hermanas se lamentaban y lloraban su suerte. Mas él hablaba y consolaba a todos con serenidad y sosiego; y habiendo cenado y pasado la noche en los mismos términos que acostumbraba, durmió un profundo sueño, del que fue despertado por Minucio Termo, uno de sus colegas. Bajó a la plaza acompañado de muy pocos, pero muchos le salieron al encuentro, encargándole fuera con cuidado. Cuando, deteniéndose un poco, vio el templo de los Dioscuros rodeado de armas, las gradas guardadas por gladiadores y al mismo Metelo sentado con César en lo alto, volvióse a sus amigos y les dijo: “¡Qué hombre tan osado y tan cobarde al mismo tiempo el que contra uno solo, desarmado y desnudo, ha levantado tanta gente!”; y continuó sin detenerse con Termo. Hiciéronle calle los que tenían tomadas las gradas; mas no dejaron pasar a ninguno otro, sino con mucha dificultad a Munacio al que introdujo Catón llevándole de la mano. Llegado que fue en esta disposición, tomó inmediatamente asiento, colocándose entre Metelo y César, para cortarles la conversación. Quedáronse éstos parados, y los que le eran adictos, viendo y admirando el semblante, la resolución y la intrepidez de Catón, se le llegaron de cerca, exhortando en voz alta a Catón a tener buen ánimo, y a sí mismos a estar a su lado unidos y no hacer traición a la causa de la libertad ni al que por ella se exponía a todo peligro.