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Con este razonamiento abrazó su opinión todo el Senado, y de los de fuera de él no pocos, indignados con el extraño proceder de César; porque cuanto los más violentos y temerarios de los tribunos proponían para adular a la muchedumbre, otro tanto ponía en ejecución, en uso de su autoridad consular, captando vergonzosa y vilmente los aplausos de la plebe. Hubieron, pues, por el recelo que esto les inspiraba, de recurrir a la fuerza; y, en primer lugar, al mismo Bíbulo, cuando bajaba a la plaza, le arrojaron encima una espuerta de porquería; después, echándose sobre sus lictores, les rompieron las fasces, y, por fin, habiéndose tirado algunos dardos, con los que muchos fueron heridos, todos los demás huyeron de la plaza corriendo, y sólo Catón, que se quedó el último, se retiraba paso entre paso, volviéndose a mirar a los ciudadanos y abominando de ellos; con lo que no sólo hicieron sancionar el repartimiento, sino que se determinó que había de jurar el Senado que, por su parte, daría fuerza a la ley y prestaría auxilio si alguno viniese contra ella, imponiendo graves penas a los que no jurasen. Juraron, pues, todos por necesidad, teniendo presente lo que le había sucedido a Metelo el mayor, que por no haber querido jurar una ley como aquella tuvo que salir desterrado de Italia, sin que el pueblo volviera por él. Por esta razón, a Catón las mujeres de su casa le rogaron encarecidamente y con muchas lágrimas que la jurase y cediese, y lo mismo le pidieron sus amigos y allegados: pero el que más le persuadió y movió a que jurase fue Cicerón el orador, exhortándole y haciéndole ver que quizá ni siquiera es justo el pensar que uno solo deba oponerse a lo establecido por la sociedad entera, y que por descontado es necedad y locura querer perderse cuando es imposible remediar nada en lo hecho; y el último de los males, el que, haciéndolo y sufriéndolo todo por la república, la abandonase y entregase a los que querían perderla, pareciendo que se retiraba contento de los combates que por ella sostenía: “Pues si Catón- le dijono necesita de Roma, Roma necesita de Catón, y necesitan todos sus amigos”, de los cuales decía Cicerón ser el primero; y contra quien se dirigía Clodio su enemigo, queriendo emplear en su ruina la autoridad del tribunado. Ablandado con tan poderosas razones e instancias en casa y en la plaza, se dice haberse dejado por fin vencer Catón, aunque con dificultad, y que pasó a prestar el juramento el último de todos, a excepción solamente de Favonio, uno de sus más íntimos amigos.

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