Alentado César con estos sucesos, dio otra ley, por la que se repartió, puede decirse, toda la Campania a los pobres e indigentes, no contradiciéndola nadie, sino Catón, y a éste, César, desde la tribuna, lo condujo a la cárcel, sin que en nada cediese de su entereza; antes, por el camino iba hablando contra la ley y exhortando a los ciudadanos a que no condescendieran con los que hacían semejantes propuestas. Seguíale el Senado abatido y triste, y lo mejor de la ciudad disgustado e indignado, aunque en silencio, tanto, que César no pudo menos de comprender la mala impresión que aquello producía; con todo, llevaba adelante su empeño, aguardando a que por parte de Catón se interpusiese apelación o ruego; pero convencido por fin de que éste no pensaba en hacer gestión alguna, cedió a la vergüenza y al descrédito que iba a resultarle, y bajo mano se valió de uno de los tribunos, moviéndole a que pusiera en libertad a Catón. Después que con aquellas leyes y aquellas larguezas pusieron a su devoción a la muchedumbre, decretaron a César el mando de unos y otros Ilirios, el de toda la Galia, y un ejército de cuatro legiones para cinco años, prediciéndoles Catón que ellos mismos colocaban al tirano en el alcázar con semejantes decretos. Trasladaron contra ley a Publio Clodio del estado de los patricios al de los plebeyos, y le nombraron tribuno de la plebe, y él, pactando por recompensa el destierro de Cicerón, les ofreció que en todo les complacería. Eligieron cónsules a Calpurnio Pisón, padre de la mujer de César, y a Aulo Gabinio, hombre sacado del seno de Pompeyo, que es como se explican los que tenían bien conocidas su vida y costumbres.