Mas a pesar de haberse apoderado de los negocios y de haberlo todo puesto a su disposición, parte por las gracias dispensadas y parte por la fuerza, aun temían a Catón, pues que, si habían logrado superarle, había sido con gran dificultad y trabajo, y atrayéndose odio y vergüenza; porque se veía que ni aun así podían con él, lo que siempre era duro y repugnante; y Clodio no esperaba poder sobreponerse a Cicerón si Catón se hallaba en la ciudad, maniobrando, pues, acerca de esto, lo primero que hizo, después de colocado en su magistratura, fue enviar a llamar a Catón y tenerle un discurso, en el que, reconociéndole por el más recto e íntegro de todos los Romanos, le anunció que iba a darle pruebas de este concepto en que le tenía con obras, por cuanto, habiendo muchos que aspiraban al mando de la provincia de Chipre y pedían ser destinados a ella, a él solo le consideraba digno, y con gusto le dispensaría este favor. Respondiéndole Catón que aquello más era una celada y un insulto que un favor, montó ya Clodio en cólera, y con aire desdeñoso le dijo: “Pues si no lo tienes por favor, habrás de ir contra tu voluntad”; y presentándole inmediatamente ante el pueblo, hizo sancionar por ley la misión de Catón. Para marchar no le aprestó nave, ni tropa, ni criados, sino sólo dos escribientes, de los cuales uno era un ladronzuelo malvado y el otro un cliente del mismo Clodio. Mas como todavía le pareciese que habían de darle poco que hacer Chipre y Tolomeo, le encargó además que restituyese los desterrados de Bizancio, queriendo tener lejos de sí a Catón por el más largo tiempo que fuese posible durante su tribunado.