Puesto en esta necesidad, exhortó a Cicerón, riendo que lo había de ser forzoso salir, a que no moviera tumulto alguno, ni envolviera de nuevo a la ciudad en las calamidades de una guerra civil; sino que se acomodara al tiempo y fuera otra vez quien salvara la patria. Para los negocios, de Chipre hizo que se adelantara uno de sus amigos, llamado Canidio, y por su medio persuadió a Tolomeo a que sin batalla cediera, pues que no se le dejaría carecer ni de comodidades ni de honores, sino que el pueblo le daría el sacerdocio de la diosa que se venera en Pafo. En tanto él se detuvo en Rodas, tomando disposiciones y esperando la respuesta; pero al mismo tiempo Tolomeo, el rey de Egipto, por cierto enfado y disputa que tuvo con los ciudadanos, se había salido de Alejandría, y se encaminaba a Roma con el objeto de que Pompeyo y César lo sustituyeran otra vez con la correspondiente fuerza; mas queriendo hablar con Catón, lo envió a llamar, esperando que vendría a él; pero hacía la casualidad que Catón se hallaba purgado, y envió a decir a Tolomeo que si quería verle fuese adonde se hallaba. Fue, y como ni le saliese a recibir ni se levantase a su llegada, sino que le saludase como a un particular mandándole tomar asiento, esto al principio le causó sorpresa y admiración, viendo unidas con tanta popularidad y sencillez en el aparato de la casa tanta altivez y severidad de costumbres. Mas después, en la conversación, no oyó sino palabras llenas de prudencia y de franqueza, ya que al increparle y reprenderle Catón le manifestó cuánta era la dicha y sosiego que había dejado, y cuántas las humillaciones y trabajos, cuántos los obsequios y socaliñas a que se sujetaba con los poderosos de Roma, cuya codicia no bastaría a saciar el Egipto si se redujera a oro; y le aconsejó que retrocediera y volviera a la amistad con sus conciudadanos, estando él pronto a acompañarle y a contribuir a la reconciliación. Parecióle que con este discurso había vuelto a su acuerdo como de una especie de manía y enajenación, reflexionando sobre la verdad y el juicio y prudencia de tan eminente varón; y así, se resolvió a obrar según su parecer; pero, habiéndose vuelto, a persuasión de sus amigos, no bien había puesto el pie en Roma y había llegado a llamar a la puerta de uno solo de los magistrados, cuando ya se lamentó de su desacierto en haber despreciado, no ya el consejo de un hombre, sino el oráculo de un dios.