Conjeturando que Pompeyo Magno habría ido a parar al Egipto o al África, dio la vela para unírsele cuanto antes, llevando consigo a todos los que tenía a sus órdenes, pero no sin manifestarles antes que tenían permiso para retirarse los que no le acompañasen de buena voluntad. Llegado al África, y costeando, por aquel mar, se encontró a Sexto, el hijo menor de Pompeyo, quien le anunció la muerte de su padre en el Egipto. Manifestaron, pues, todos el mayor sentimiento, y después de Pompeyo ninguno quería ni siquiera oír hablar de otro general que Catón, hallándose éste presente; y por lo mismo Catón, lleno de rubor y compasión hacia unos hombres de probidad que tantas muestras le habían dado de su confianza, no quiso dejarlos solos ni abandonarlos en país extraño, y encargándose del mando, pasó a Cirene, donde fue admitido, a pesar de que pocos días antes habían excluido de sus puertas a Labieno. Habiéndose informado allí de que Escipión, el suegro de Pompeyo, había sido bien recibido por el rey Juba, y que Apio Varo, designado pretor del África por Pompeyo, se hallaba con ellos, teniendo fuerzas a su disposición, marchó por tierra en la estación del invierno, conduciendo gran número de acémilas cargadas de agua, y llevando además mucho botín, carros y los que se llamaban psilos, que curaban las mordeduras de las serpientes, chupando con la boca el veneno, y que amortiguaban y adormecían a las mismas serpientes con encantamientos. Fue la marcha de siete días continuos, y siempre caminó al frente de las tropas, sin usar de caballo ni de carruaje. Cenaba sentado desde el día en que supo la derrota de Farsalia, añadiendo a las demás demostraciones de duelo la de no reclinarse sino para dormir. Habiendo pasado en el África el invierno, sacó a campaña sus tropas, que eran poco menos de diez mil hombres.