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Pareciále conveniente a Catón detener a los que habían traído las cartas hasta estar bien seguro de lo que harían los trescientos: porque los del Senado se mantenían en la mejor disposición, y dando al punto libertad a sus esclavos, los había armado; pero en cuanto a los trescientos, gente de mar y de negocios, y cuya riqueza consistía en esclavos por la mayor parte, en sus ánimos habían permanecido por poco tiempo las palabras de Catón, y muy pronto se habían desvanecido, a la manera de ciertos cuerpos que reciben fácilmente el calor y fácilmente se quedan fríos retirados del fuego. Así éstos teniéndolo cerca a Catón, y viéndole, los inflamaba y acaloraba; pero hablando luego unos con otros, el miedo de César podía más que el respeto a Catón y a la virtud. “Porque, ¿quiénes somos nosotros- decían- y quién es aquel cuyas órdenes rehusamos obedecer? ¿No es aquel mismo César a quien se ha transferido todo el poder de los Romanos? De nosotros ninguno es ni Escipión, ni Pompeyo, ni Catón. ¿Y en un tiempo en que todos desatienden lo conveniente y justo por el miedo, en este mismo, defendiendo nosotros la libertad de los Romanos, haremos la guerra desde Utica a aquel mismo de quien huyó Catón con Pompeyo, dejándole dueño de la Italia? ¿Y daremos libertad a nuestros esclavos contra César, cuando nosotros mismos no tendremos otra libertad que la que él quiera dejarnos? Miserables de nosotros, lo mejor es que, conociéndonos en tiempo, aplaquemos al vencedor y le enviemos rogadores”. Así pensaban los más moderados de los trescientos, pero la mayor parte estaban en asechanza de los senadores, con ánimo de echarles la mano, para templar por este medio la ira de César contra ellos.

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