Levantáronse con esto de la mesa, y habiéndose paseado con sus amigos, según que de sobrecena lo tenía de costumbre, dio a los comandantes de las guardias las órdenes que las circunstancias exigían, y se retiró a su habitación, después de haberse despedido del hijo y de cada uno de los amigos con más cariño y expresión de lo que acostumbraba. Dando otra vez sospechas con esa novedad de lo que tenía meditado. Entrado que hubo, se encerró, y tomó en su mano el diálogo de Platón que trata del alma: cuando llevaba leída la mayor parte, se volvió a mirar encima de su cabeza, y no viendo colgada la espada, porque el hijo la había quitado mientras estaba en la mesa, llamando a un esclavo, le preguntó quién había tomado la espada. No le respondió el esclavo, y otra vez volvió al libro, pero al cabo de poco, sin manifestar cuidado ni solicitud, sino haciendo como que necesitaba la espada, mandó que se la trajesen. La dilación era larga, y nadie parecía; acabó, pues, de leer el libro, y volviendo a llamar a los esclavos en voz ya más alta, les pidió la espada, y aun a uno de ellos le dio una puñada en la cara, lastimándose y ensangrentándose la mano. Irritóse entonces sobremanera, y a grandes gritos decía que el hijo y los esclavos trataban de entregarlo inerme en manos de su enemigo; hasta que el hijo corrió llorando con los amigos, y echándose a sus pies, se lamentaba y le hacía los más tiernos ruegos. Levantándose entonces Catón y mirándole indignado: “¿Cuándo o cómo- le dijo- he dado yo motivo sin saberlo para que se crea que he perdido el juicio? Nadie me amonesta y corrige por haber tomado alguna desacertada disposición, ¿y se me quiere prohibir que me dirija por mi razón y se me desarma? ¿Por qué, oh joven, no atas a tu padre, volviéndole las manos a la espalda hasta que venga César y me encuentre en estado de que ni siquiera pueda defenderme? Porque puedo muy bien no pedir la espada contra mí, cuando con detener un poco el aliento o con estrellarme contra la pared está en mi mano el morir”.