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En menos de lo que pudiera necesitarse para que se hubiera difundido la novedad por toda la casa, estaban ya a la puerta los trescientos, y de allí a poco había acudido en tropel el pueblo de Utica, llamándole a una voz su bienhechor y salvador, y esto lo hacían cuando se les daba aviso de que ya César estaba a las puertas; pero ni el miedo ni la adulación al vencedor, ni sus mismas divisiones y discordias, los hicieron más contenidos en tributar todo honor a Catón. Adornando, pues, el cadáver con el mayor esmero, y disponiéndole unas magníficas exequias, le enterraron en la ribera del mar, en el sitio en que hay ahora una estatua suya con espada en mano, y hasta haberlo ejecutado no pensaron en los medios de salvarse y salvar la ciudad.

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