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Con todo, cuando, engreído Filipo con las ventajas conseguidas en Anfisa, cayó repentinamente sobre Elatea e invadió la Fócide, sobrecogidos los Atenienses, y no atreviéndose nadie a subir a la tribuna, ni sabiendo qué pensamiento útil podrían proponer en medio de tanta incertidumbre y silencio, presentóse solo Demóstenes, aconsejando que se ganara a los Tebanos, y alentando e incitando al pueblo con esperanzas, como lo tenía de costumbre, fue con otro enviado de embajador a Tebas. Envió también Filipo para contrarrestar a éstos, como dice Marsias, a Amintas y Clearco, macedonios; a Dáoco, tésalo, y a Trasideo, de Elea. Qué era lo que convenía no dejó de entrar en los cálculos de los Tebanos, y antes cada uno tenía bien a la vista los horrores de la guerra, estando todavía frescas las heridas de la de Fócide; pero la elocuencia del orador, encendiendo sus ánimos, como dice Teopompo, y acalorando su ambición, hizo sombra a todos los demás objetos, de manera que les quitó delante de los ojos el miedo, su interés y su gratitud, entusiasmadas con el discurso de Demóstenes por sólo lo honesto. Pareció tan grande y tan admirable el efecto producido por su elocuencia, que Filipo envió inmediatamente heraldos a solicitar la paz; la Grecia toda se puso erguida en expectación de lo que iba a suceder; se ofrecieron a disposición de Demóstenes, para obrar según mandase, no sólo los generales, sino hasta los Beotarcas; y éste fue el que dirigió todas las juntas públicas, no menos las de los Tebanos que las de los Atenienses, amado y respetado de unos y otros, no sin razón ni sobre su mérito, como observa Teopompo, sino con sobrada justicia.

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