Mas el determinar y asegurar qué es lo que hubo en esto, es difícil. De Demóstenes se dice que, confiado en las armas de los Griegos, y deslumbrado con las fuerzas y el ardor de tantos soldados que provocaban a los enemigos, ni permitió que se atendiera a los oráculos, ni que se diera oídos a los vaticinios, sino que sospechó que la Pitia filipizaba, y se recordó a los tebanos el nombre de Epaminondas, y a los Atenienses el de Pericles, los cuales, teniendo todas estas cosas por pretextos del miedo, sin hacer cuenta de ellas se decidían por lo que convenía. Hasta aquí compareció como un hombre eminente, pero en la batalla no hizo ninguna acción distinguida y que conformara con sus palabras, sino que, abandonando el puesto, dio a huir ignominiosamente, arrojando las armas sin avergonzarse, como dijo Piteas, de la inscripción que con letras de oro tenía grabada en el escudo: “A la buena fortuna”. Por lo pronto, Filipo, haciendo burla con el desmedido gozo después de la victoria, en un banquete que tuvo entre los cadáveres, en medio de los brindis cantó el principio del decreto de Demóstenes, llevando el compás con los pies y las manos: Demóstenes Peaniense esto escribía; pero luego que estuvo sereno la grandeza del combate que había tenido que lidiar se pasmó de la fuerza y poder de la elocuencia de un orador que en la parte muy pequeña de un día le obligó a poner en riesgo su imperio y su persona. Llegó la fama de su nombre hasta el rey de los Persas, el cual envió órdenes a los sátrapas para que dieran dinero a Demóstenes y le obsequiaran sobre todos los Griegos, como a un hombre que en las revueltas de la Grecia podía distraer y contener al rey de Macedonia. Estas órdenes las vio más adelante Alejandro, habiendo encontrado en Sardes las cartas de Demóstenes y los asientos de los generales del rey, por los que se descubrían las sumas de dinero que se le habían dado.