De allí a poco, dispuestos ya a reunirse con Catilina los de la Toscana, y no estando lejos el día señalado para dar el golpe, vinieron a casa de Cicerón, a la media noche, los primeros y más autorizados entre los ciudadanos: Marco Craso, Marco Marcelo y Escipión Metelo. Llamaron a la puerta, y haciendo venir al portero, le mandaron que despertara a Cicerón y le enterara de su venida, la cual tuvo este motivo. Estando Craso cenando, le entregó su portero unas cartas traídas para un hombre desconocido, y dirigidas a varios, y entre ellas una anónima al mismo Craso. Levó esta sola, y como viese que lo que anunciaba era que habían de hacerse muchas muertes por Catilina, exhortándole a que saliera de la ciudad, ya no abrió las otras, sino que al punto se fue en busca de Cicerón, asustado de anuncio tan terrible, y también para disculparse a causa de la amistad que tenía con Catilina. Habiendo meditado Cicerón sobre lo que debería hacerse, al amanecer congregó el Senado, y llevando consigo todas las cartas, las entregó a las personas que designaban los sobrescritos, mandando que las leyeran en voz alta. Todas se reducían a anunciar el peligro y las asechanzas de una misma manera; y con aviso que dio Quinto Arrio, que había sido pretor, de que en la Toscana se había reclutado gente, y noticia que se tuvo de que Manlio andaba inquieto por aquellas ciudades, dando a entender que esperaba grandes novedades de Roma, tomó el Senado la determinación de encomendar la república al cuidado de los cónsules, para que vieran y escogitaran los medios de salvarla; determinación que no tomaba el Senado muchas veces, sino sólo cuando amenazaba algún grave mal.