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Conferida a Cicerón esta autoridad, los negocios de afuera los confió a Quinto Metelo, tomando él a su cargo el cuidado de la ciudad, para lo que andaba siempre guardado de tanta gente armada, que cuando bajaba a la plaza ocupaban la mayor parte de ella los que le iban acompañando. Catilina, no pudiendo sufrir tanta dilación, determinó pasar al ejército que tenía reunido Manlio, dejando orden a Marcio y a Cetego de que por la mañana temprano se fueran armados con espadas a casa de Cicerón como para saludarle, y arrojándose sobre él le quitaran la vida. Dio aviso a Cicerón de este intento Fulvia, una de las más ilustres matronas, yendo a su casa por la noche y previniéndole que se guardara de Cetego. Presentáronse aquellos al amanecer, y no habiéndoles dejado entrar, se enfadaron y empezaron a gritar delante de la puerta, con lo que se hicieron más sospechosos. Cicerón salió entonces de casa y convocó al Senado para el templo de Júpiter Ordenador, al que los Romanos llaman Estator, construido al principio de la Vía Sacra, como se va al Palacio. Pareció allí Catilina entre los demás como para justificarse, pero ninguno de los senadores quiso tomar asiento con él, sino que se mudaron de aquel escaño; habiendo empezado a hablar le interrumpieron, hasta que, levantándose Cicerón, le mandó salir de la ciudad, porque no usando el cónsul más que de palabras, y empleando él las armas, debían tener las murallas de por medio. Salió, pues, Catilina inmediatamente con trescientos hombres armados, haciéndose preceder de las fasces y las hachas, y llevando insignias enhiestas, como si ejerciera mando supremo, y se fue en busca de Manlio. Llegó a juntar unos veinte mil hombres, y recorrió las ciudades, seduciéndolas y excitándolas a la rebelión, por lo que, siendo ya cierta e indispensable la guerra, se dio orden a Antonio de que marchara a reducirle.

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