Llegada, pues, su vez de votar, levantándose, expresó que no se debía quitar la vida a los culpados, sino confiscar sus bienes, y llevándolos a las ciudades de Italia que a Cicerón le pareciese, tenerlos en prisión hasta que se hubiese acabado con Catilina. A este dictamen, benigno en sí y esforzado por un hombre elocuente, le dio mayor valor Cicerón, porque, levantándose, se propuso hacer de los dos uno, tomando parte del primero, y conviniendo en parte con César; y como todos sus amigos creyesen que a Cicerón le convenía más adoptar el dictamen de César, porque habría menos motivo de queja contra él no quitando la vida a los reos, prefirieron esta segunda sentencia: tanto, que reformó también su voto Silano, y lo explicó diciendo que por última pena no había querido entender la de muerte, puesto que para un senador romano lo era la cárcel. Dada por César esta sentencia, el primero que la contradijo fue Lutacio Cátulo, y después, tomando la palabra Catón, como recriminase con vehemencia a César por las sospechas que contra él había, excitó de tal modo la indignación del Senado, que condenaron a los culpables a muerte. En cuanto a la confiscación de los bienes, se opuso César, diciendo no ser puesto en razón, pues que se había desechado la parte benigna de su dictamen, que quisieran aplicar la de mayor rigor. Eran no obstante muchos los que en esto insistían, por lo que hizo llamar a los tribunos de la plebe, y como éstos no se prestasen a sostenerle, cedió Cicerón, y por sí mismo quitó la parte de la confiscación de los bienes.