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Sucedió después que Milón mató a Clodio, y siguiéndosele causa de homicidio, nombró por su defensor a Cicerón. El Senado, por temor de que, puesto en riesgo un hombre ilustre y altivo como Milón, se moviera algún alboroto en la ciudad, permitió a Pompeyo que presidiera éste y otros juicios, procurando tranquilidad al pueblo y seguridad a los jueces. Guarneció éste antes del día la plaza y todas sus avenidas con soldados, y Milón, recelando que Cicerón, turbado con aquel nunca usado espectáculo, podría estar menos feliz en su discurso, le persuadió que, haciéndose llevar a la plaza en litera, esperara allí tranquilamente hasta que se hubiesen reunido los jueces y se llenase la audiencia. Mas él, a lo que parece, no sólo no era muy osado entre las armas, sino que hablaba siempre en público con miedo, y con dificultad se vio libre de la agitación y el temblor, hasta que a fuerza de esta clase de contiendas su elocuencia adquirió firmeza y asiento. Aun así, defendiendo a Licinio Murena, acusado por Catón, con el empeño de exceder a Hortensio, que había sido muy aplaudido, no descansó un momento en toda la noche, y quebrantado con el demasiado estudio y la falta de sueño, fue tenido por inferior a aquel. Entonces, pues, saliendo de la litera para la causa de Milón, al ver a Pompeyo sentado en el Tribunal como en un ejército, y toda la plaza alrededor llena de resplandecientes armas, se asustó sobremanera, y con gran trabajo pudo empezar a hablar, temblándole todo el cuerpo y con la voz entrecortada, siendo así que el mismo Milón asistió al juicio con arrogancia y serenidad, sin haber querido dejarse crecer el cabello ni tomar el vestido de duelo; lo que parece no haber sido la menor causa de que se le condenase. Mas en esta ocasión antes se acreditó Cicerón de buen amigo que de tímido y cobarde.

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