Éstos fueron los sucesos domésticos de Cicerón, el cual ninguna parte tuvo en la conjuración para la muerte de César, no obstante ser uno de los mayores amigos de Bruto, hacérsele insoportable el estado en que habían venido a parar las cosas y parecer que deseaba el restablecimiento de la república como el que más; y es que los conjurados habían temido a su carácter falto de valor, y a aquel desgraciado tiempo en que aun los más firmes y mejor constituidos habían perdido la resolución y osadía. Ejecutado aquel hecho por Bruto y Casio, como los amigos de César se tumultuasen y volviese a renacer el miedo de que la ciudad cayese otra vez en la guerra civil, Antonio, que era cónsul, congregó el Senado y habló brevemente de concordia; pero Cicerón, extendiéndose más acerca de lo que las circunstancias exigían, persuadió al Senado a que, imitando lo que en caso igual se había hecho en Atenas, publicase una amnistía con motivo de lo ocurrido con César, y a Casio y Bruto les asignara provincias. Mas esto no sirvió de nada, porque el pueblo, que ya por sí mismo se había movido a compasión cuando vio que pasaba por la plaza el cadáver y Antonio le mostró la túnica de César llena de sangre y acribillada a puñaladas, furioso y ciego de ira, en la misma plaza anduvo buscando a los matadores, y con tizones encendidos corrieron muchos a las casas de éstos para darles fuego; y aunque de este peligro se salvaron con guardarse y precaverse, temiendo otros muchos no menores que él, tuvieron que abandonar la ciudad.