Éstas eran las causas que públicamente se daban; pero al principio el odio a Antonio, y después su carácter, que no podía resistir a la ambición, fueron los verdaderos motivos que le unieron a César, creyendo que ganaba para la república el poder de éste, pues se le prestaba tan dócil y sumiso que le llamaba padre. Disgustaba esto de tal manera a Bruto, que en sus cartas a Ático se queja agriamente de Cicerón a causa de que, adulando a César por miedo de Antonio, era claro que en vez de procurar libertad para la patria, sólo buscaba para sí un señor más benigno y humano. Mas a pesar de esto, Bruto se llevó consigo al hijo de Cicerón, que se hallaba en Atenas oyendo las lecciones de los filósofos, y dándole mando le confió algunos encargos que desempeñó con el mejor éxito. Llegó entonces a lo sumo en Roma el poder de Cicerón, y viniendo al cabo de cuanto se propuso, oprimió a Antonio y le obligó a salir de la ciudad, enviando a los dos cónsules Hircio y Pansa a hacerle la guerra, y obteniendo del Senado que decretara a César las fasces y todo el aparato imperatorio, como que combatía por la patria. Mas como, vencido Antonio y muertos en la guerra ambos cónsules, todo el poder se acumulase en César, temiendo el Senado a un joven a quien tan decididamente favorecía la fortuna, trató de apartar de él las tropas con honores y con dádivas, y debilitar así su poder, bajo el pretexto de que la república no necesitaba de defensores una vez qué Antonio había huido. Temió con esto César, y envió quien rogara y persuadiera a Cicerón que procurara para ambos juntos el consulado, y dispusiera de todo como le pareciese, apoderándose de la autoridad y tomando bajo su dirección a aquel joven que sólo apetecía adquirir algún nombre y gloria. Confesó el mismo César que, temiendo verse arruinado, y considerándose en peligro de que le dejaran solo, echó mano en tal apuro de la ambición de Cicerón, moviéndole a que pidiera el consulado en el concepto de que él le daría todo favor y auxilio.