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Cuando estos miembros fueron traídos a Roma, se hallaba Antonio celebrando los comicios consulares, y al oír la relación y verlos, exclamó: “¡Ahora, que no haya más proscripciones!” Y la cabeza y las manos las hizo poner sobre lo que formaba barandilla en la tribuna. Espectáculo terrible para los Romanos, en el que no tanto era el rostro de Cicerón lo que veían como la imagen del ánimo de Antonio; el cual tuvo, sin embargo, en estos sucesos un sentimiento laudable, que fue el de haber hecho entrega del liberto Filólogo a Pomponia, mujer de Quinto. Ésta, luego que le tuvo en su poder, además de otros castigos con que lo atormentó, le fue cortando poco a poco las carnes, las asó y se las hizo comer: porque así es como lo refieren algunos historiadores, aunque el liberto del mismo Cicerón Tirón, ni memoria siquiera hace de la traición de Filólogo. Se me ha asegurado que algún tiempo después, entrando César en la habitación de uno de sus nietos, lo encontró con un libro de Cicerón en la mano, y que asustado trató de ocultarle debajo de la ropa; que advertido esto por César, lo tomó, y habiendo leído en pie una gran parte de él, se lo devolvió a aquel joven diciéndole: “Varón docto, hijo mío, varón docto y muy amante de su patria”. Poco más adelante venció César a Antonio, y siendo cónsul nombró por su colega al hijo de Cicerón, en cuyo consulado hizo el Senado quitar las estatuas de Antonio, anuló todos los honores que se le habían concedido y decretó que en adelante ninguno de la familia de los Antonios pudiera tener el nombre de Marco. Por este medió parece que una superior providencia reservó para la casa de Cicerón el fin del castigo de Antonio.

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