Habiendo sido tan gloriosa y brillante esta victoria, para darle Demetrio mayor realce con su benignidad y mansedumbre, dio honrosa sepultura a los cadáveres de los enemigos, libertad a los cautivos e hizo a los Atenienses el presente de mil doscientas armaduras de las tomadas en el botín. Envió al padre de mensajero de esta victoria a Aristodemo de Mileto, adulador el más consumado de todos los cortesanos, que entonces se propuso llevar la adulación hasta el último punto. Porque llegado al término de la navegación desde Chipre, no dejó que el barco se aproximara a tierra, sino que mandó echar anclas y que toda la gente permaneciera embarcada. Él solo saltó en la lancha y se encaminó al palacio de Antígono, que con la expectación de la batalla tenía el alma pendiente de un hilo, y estaba en la agitación en que no pueden menos de estar los que tan grandes intereses aventuran. Entonces, oyendo que él llegaba, todavía se turbó más que antes, y haciéndose violencia para no salir de palacio, envió a encontrarle algunos de sus ministros y amigos, que tomaron de Aristodemo noticia de lo sucedido. Mas él, sin responder nada a nadie, con pasos muy mesurados y con un semblante muy grave, seguía su camino, con lo que, asustado enteramente Antígono, y no siendo ya dueño de contenerse, se encaminó a las puertas a tiempo que Aristodemo llegaba ya acompañado de gran tropel de gentes, hallándose no lejos del palacio. Cuando estuvo a conveniente distancia, alargando la diestra clamó en voz alta: “¡Salve, rey Antígono! Hemos vencido en combate naval al rey Tolomeo. Chipre está en nuestro poder con dieciséis mil ochocientos soldados que hemos hecho cautivos.” A lo que respondió Antígono: “¡Salve, tú también, que por Dios nos has atormentado cruelmente; mas tú la pagarás, porque has de tardar en recibir las albricias!”