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Terminada de este modo la batalla, repartiéndose los reyes vencedores, como si fuera un cuerpo muerto, todo el imperio de Antígono y Demetrio, tomaron cada uno su parte y se repusieron de las provincias de éstos en las que cada uno había tenido antes. Demetrio huyó con cinco mil infantes y cuatro mil caballos, dirigiéndose con precipitación a Éfeso, y cuando todos creían que, falto de recursos, no saldría del templo, temeroso de que lo ejecutasen los soldados, dio al punto la vela, haciendo rumbo a la Grecia, por tener en los Atenienses sus principales esperanzas: porque hacía también la casualidad que allí había dejado naves, fondos y a su mujer Deidamía, y pensaba que no podía encontrar refugio más seguro en el estado en que se veía que el amor de los Atenienses. Por tanto, cuando navegando la vuelta de las Cíclades le salieron al encuentro embajadores de Atenas, intimándole que no tocase en aquella ciudad porque había decretado el pueblo que no se diera entrada a ninguno de los reyes, y a Deidamía la condujeron a Mégara con el honor y acompañamiento correspondiente, no fue dueño de sí mismo de cólera, sin embargo de que había llevado hasta allí resignadamente su desgracia y no se había mostrado en semejante mudanza abatido o humillado: pero el verse frustrado de las esperanzas que sobre el amor de los Atenienses había fundado, y que éste le había salido vano y falaz, era lo que sobre todo le desconsolaba; y es que para los reyes y poderosos el indicio menos cierto de amor de parte de la muchedumbre es el exceso en las sumisiones y los honores; pues consistiendo el precio de éstos en la voluntad y la elección, el miedo les quita el crédito y la fe, porque unos mismos son los decretos de los que temen, y de los que aman. Así, los hombres prudentes y de juicio, no mirando a las estatuas, ni a las pinturas, ni a las apoteosis, sino más bien a sus propios hechos y sus propias obras, según son éstas, o los tienen por verdaderos honores, o por resoluciones de la necesidad; como que los pueblos muchas veces cuantos más honores decretan más aborrecen a los que los reciben sin medida, con desdén y ceño de los que los decretan muy de mala gana.

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