Dióles a éstos el motivo, sin querer, Antonio. Celebraban los Romanos la fiesta llamada de los Lupercales, correspondiente a otra de igual nombre de los Griegos, y César, adornado de ropa triunfal, se sentó en la tribuna de la plaza pública para mirar de allí a los que corrían. Corren en esta fiesta los más de los jóvenes patricios y los más de los magistrados, y ungidos abundantemente dan por juego con unas correas de pieles sin adobar latigazos a los que encuentran. Era uno de los que corrían Antonio, y dejando a un lado las ceremonias patrias, y enredando una diadema en una corona de laurel, se encaminó a la tribuna, y levantado en alto por los que le acompañaban, la puso sobre la cabeza de César, queriendo dar a entender que le correspondía reinar. Haciendo éste por rompérsela y quitársela, lo vio el pueblo con grande alegría y muchos aplausos. Volvió Antonio a ponérsela, y César a quitársela; y habiendo así altercado largo rato, a Antonio le aplaudieron muy pocos, y éstos obligados de él; pero a César, por haberlo resistido, lo aplaudió todo el pueblo con grande algazara. Lo que había más que admirar en esto era que, sufriendo en las obras lo que sufren los que son dominados por reyes, sólo estaban mal con el nombre de rey, creyendo que en él estaba la ruina de la libertad. Levantóse, pues, César muy disgustado de la tribuna, y retirando la toga del cuello, gritó que lo presentaba al que quisiera herirle. Habían puesto la corona a una de sus estatuas y los tribunos de la plebe la hicieron pedazos, por lo que el pueblo les tributó también aplausos; pero César los privó de sus magistraturas.