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Ejecutado todo como estaba resuelto, y habiendo quedado muerto César en el Senado, Antonio, por lo pronto, recurrió al medio de disfrazarse con las ropas de un esclavo, y se ocultó; pero cuando supo que los conjurados no pensaban en hacer mal a nadie, habiéndose refugiado en el Capitolio, les persuadió que bajasen, tomando en rehenes a su hijo, y aun él mismo tuvo a cenar a Casio, y Lépido a Bruto. Congregó el Senado, y él mismo habló en él de amnistía, y de distribuir provincias a Casio y Bruto; todo lo que confirmó el Senado, decretando que nada se alterase de lo hecho por César. Salió Antonio del Senado el hombre más satisfecho del mundo, por parecerle que había cortado de raíz la guerra civil, y que en negocios los más difíciles y arriesgados que podían presentarse se había conducido con la mayor habilidad y la más consumada prudencia; pero bien presto, apoyado en la opinión de la muchedumbre, mudó este plan para formarse el de aspirar a ser el primero con toda seguridad, quitando de en medio a Bruto. Sucedió además que, pronunciando en la plaza, según costumbre, el elogió de César, como viese que el pueblo le oía con interés y complacencia, se propuso, enseguida de las alabanzas, excitar la lástima y la indignación por lo sucedido; y como al terminar su discurso presentase y desenvolviese la túnica manchada en sangre y acribillada de cuchilladas, tratando a los autores de matadores y asesinos, encendió al pueblo de tal manera en ira que, recogiendo por todas partes escaños y mesas, quemaron el cuerpo de César allí mismo, en la plaza, y tomando después tizones de la hoguera, corrieron a las casas de los conjurados, determinados a allanarlas e incendiarlas.

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