En este estado de los negocios llegó a Roma el nuevo César, hilo, como se ha dicho, de una sobrina del dictador, y nombrado heredero por éste, al tiempo de cuya muerte residía en Apolonia. Desde luego se dirigió a saludar a Antonio como amigo paterno; pero al mismo tiempo le hizo conversación del depósito, porque tenía que distribuir setenta y cinco dracmas a cada ciudadano romano, según César lo había mandado en su testamento. Despreciábalo al principio Antonio, viéndole tan muchacho, y decía que no tenía juicio en querer cargar, careciendo del talento necesario y de amigos, con el insoportable peso de la herencia de César; pero como aquel no cediese a tales especies y continuase reclamando sus intereses, pasó a decir y hacer mil cosas en su ofensa. Porque presentándose a pedir el tribunado de la plebe, le hizo oposición, y queriendo poner en el teatro la silla curul del padre, como estaba decretado, le amenazó de que lo haría llevar a la cárcel si no desistía de la idea de querer hacerse popular. Mas como este joven se pusiese en manos de Cicerón y de los demás enemigos declarados de Antonio, por medio de los cuales puso de su parte al Senado, mientras por sí mismo iba ganando al pueblo y reuniendo los soldados de las colonias, entrando ya en temor Antonio, tuvo con él una conferencia en el Capitolio, y se reconciliaron. Mas en aquella misma noche, estando durmiendo, tuvo en sueños una visión extraña: por parecerle que un rayo le hería la mano derecha; de allí a pocos días corrió la voz de que César pensaba atentar contra su vida, y aunque éste se defendió de semejante imputación, no quiso creerle. Con esto volvió a enconarse la enemistad, y al recorrer ambos la Italia, procuraban a porfía atraerse con dádivas a los soldados veteranos establecidos en las colonias, y poner cada uno de su parte a los que todavía estaban con las armas en la mano.