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Hacíase en general molesto e insufrible este triunvirato, echándose de ello la culpa más principalmente a Antonio, por ser de más edad que César y de más poder e influjo que Lépido; pero él lo que hizo, luego que aflojó en los negocios, fue retroceder a aquella vida muelle y disoluta de sus primeros años. Agregábase además a la mala opinión que de él se tenía el odio no pequeño que contra él resultaba por la casa de su habitación, que había sido de Pompeyo Magno, varón no menos admirable por su sobriedad y por su tenor de vida, tan sencillo como el de cualquier particular, que por sus tres triunfos. Porque se disgustaban de verla por lo común cerrada a los generales, a los pretores y a los legados, despedidos ignominiosamente desde la puerta, y llena de farsantes, de charlatanes y aduladores crapulentos, con los que gastaba la mayor parte de una riqueza adquirida por los medios más violentos e intolerables, pues no sólo vendían las haciendas de los proscritos y se valían de todo género de exacciones, sino que, noticiosos de que en el colegio de las Vírgenes Vestales existían depósitos de extranjeros y de ciudadanos, entraron y se apoderaron de ellos. Viendo, pues, César que a Antonio nada le bastaba, propuso que se repartieran los caudales; lo que así se hizo, y repartieron también el ejército, dirigiéndose ambos a la Macedonia contra Bruto y Casio, y dejando a Lépido mandando en Roma.

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