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La más terrible peste, que había estado callada por largo tiempo, es decir, el amor de Cleopatra, que parecía adormecido y debilitado por mejores consideraciones, se encendió y estalló de nuevo al acercarse a la Siria; y por fin el caballo indócil y desbocado del apetito, como se explica Platón, hollando y pisando todo lo honesto y saludable, hizo que enviara a Fonteyo Capitón para conducir a la Siria a Cleopatra. Llegado que hubo, le concedió y añadió a sus provincias, no una cosa pequeña y despreciable, sino la Fenicia, la Celesiria, Chipre y gran parte de la Cilicia, y además todavía la parte de Judea que produce el bálsamo, y de la Arabia Nabatea todo lo que toca al mar exterior. Incomodáronse los Romanos en gran manera con estas donaciones, sin embargo de que a personas particulares daba provincias y reinos de grandes naciones, y a muchos les quitaba también los reinos, como al judío Antígono, al que, traído a su presencia, hizo decapitar, no habiéndose impuesto antes esta pena a ningún rey; pero lo que más insufrible se les hacía era el pasar por la vergüenza de los honores dispensados a Cleopatra. Subió de punto este oprobio habiendo tenido de ella dos hijos gemelos, de los cuales al uno llamó Alejandro y a la otra Cleopatra, y por sobrenombre a aquel, Sol, y a ésta, Luna. Era singular en hacer gala de sus excesos y liviandades; así, decía que la grandeza del imperio de los Romanos no resplandecía en lo que adquirían, sino en lo que donaban, y que la nobleza se dilataba con las sucesiones y descendencias de muchos reyes, y de este modo era como su progenitor venía de Hércules, que no limitó su sucesión a una mujer sola, ni temió a las leyes de Solón y a la cuenta que había de darse de la procreación, sino que se propuso dar a la especie muchos principios y orígenes de familias y linajes.

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