Murieron sobre unos tres mil hombres, y se condujeron a las tiendas cinco mil heridos; entre ellos el mismo Galo, pasado de frente por cuatro saetas; pero éste no sanó de las heridas. A los demás los visitó y alentó Antonio, llorando sobre sus males y mostrándose compadecido; ellos, contentos, tomándole la diestra, le rogaban al retirarse que se cuidara y no se afligiese, saludándole con el dictado de emperador y diciéndole que se tenían por salvos con que él tuviera salud. Porque puede decirse que ni en robustez ni en sufrimiento ni en edad mandó general ninguno de los de aquella época un ejército más brillante que el suyo; así como, por otra parte, en el respeto al general, en la obediencia unida con el amor y en el preferir todos unánimemente, ilustres, plebeyos, caudillos y particulares, el ser honrados y apreciados de Antonio a su propia salud, a ninguno de los antiguos romanos concedía ventaja. Concurrían para esto las muchas causas que hemos dicho: su ilustre origen, su facundia y elocuencia, su munificencia y liberalidad, y su gracia y humor festivo para los chistes y para el trato. Entonces, condoliéndose y sintiendo con los que padecían, y dando a cada uno lo que le hacía falta, todavía más prontos para todo que los sanos a los enfermos y heridos.