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Puestas las tiendas y retirados los Partos, según solían, volvió otra vez Mitridates, y saliendo Alejandro a hablarle, lo exhortó a que, haciendo un ligero descanso el ejército levantara el campo y se apresurara a ponerse al otro lado del río, porque, los Partos no le pasarían, ni los perseguirían más que hasta allí. Habiéndolo anunciado a Antonio, Alejandro le llevó de parte de aquel muchos vasos y tazas de oro, de los que tomó Mitridates cuánto pudo ocultar bajo sus ropas, y se marchó. Todavía era de día cuando hizo levantar el campo, y marchaban sin ser molestados de los enemigos; pero ellos mismos hicieron aquella noche la más terrible y congojosa de todas, porque robaban y mataban a los que tenían oro o plata, y saquearon los equipajes. Finalmente, poniendo sus manos hasta en los cofres de Antonio, hacían pedazos la vajilla y mesas de gran precio, y se lo repartían. Como con este motivo fuese grande la turbación y alboroto que se apoderó de todo el campamento, porque creían que, habiéndolos sorprendido los enemigos, se habían entregado a la fuga y a la dispersión, llamando Antonio a Ramno, uno de los libertos que tenía en su guardia, le hizo jurar que cuando le diera la orden lo había de pasar con la espada y le había de cortar la cabeza, para no caer vivo en poder de los enemigos ni ser de ellos conocido después de muerto. Lamentándose con esta ocasión sus amigos, el árabe sosegó y tranquilizó a Antonio, diciéndole que estaban ya muy cerca del río, porque el ambiente era húmedo, y un aura más fresca y suave hacía agradable y dulce la respiración, además de que el tiempo le hacía conocer que estaban al fin de la marcha, pues que restaba poco de la noche. Informáronle otros al mismo tiempo que el alboroto no había tenido otro origen que la injusticia y latrocinio de algunos soldados, por lo que, queriendo recoger y apaciguar la tropa desordenada y dispersa, mandó dar la señal de acampar.

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