Hizo entonces Antonio otra vez un recuento, y halló que había perdido veinte mil infantes y cuatro mil caballos, no todos a manos de los enemigos, sino como la mitad de este número de enfermedades. Su marcha desde Fraata había sido de veintisiete días, y había vencido a los Partos en dieciocho batallas; pero estas victorias no habían tenido grandes consecuencias ni dado seguridad, porque el alcance seguido a los enemigos había sido siempre corto y de muy poco fruto; en lo que se veía bien claro que el rey de Armenia, Atavasdes, había privado a Antonio de dar fin a aquella guerra. Porque si hubieran permanecido dieciséis mil soldados de a caballo que trajo de la Media, armados como los Partos y acostumbrados a pelear contra ellos, cuando los Romanos los hubieran rechazado en la batalla, éstos los habrían acabado en la fuga, y vencidos no se habrían rehecho y vuelto con osadía al combate tantas veces. Así es que todos acaloraban a Antonio para que castigara al rey de Armenia; pero él, haciéndose cargo de la situación presente, ni lo reconvino por su traición, ni disminuyó en lo más mínimo los honores y obsequios que solía hacerle, hallándose entonces con poca gente y falto de todo. Más adelante, entrando en la Armenia, y atrayéndole con promesas y llamamientos a que viniera a sus manos, lo prendió, y conduciéndolo atado a Alejandría, triunfó de él; cosa que disgustó mucho a los Romanos, por ver que con las hazañas y proezas de la patria hacía obsequios a los Egipcios por consideraciones a Cleopatra. Pero esto, como se ha dicho, fue más adelante.