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Al oír César la celebridad y grandeza de tales preparativos se sobresaltó, por temor de tener que hacer la guerra en aquel verano; pues eran muchas cosas las que le faltaban, y los pueblos llevaban a mal las exacciones de tributos. Porque precisados unos a dar la cuarta de sus frutos, y los de condición libertina la octava de cuanto poseían, clamaban contra él, y había sediciones y tumultos en casi toda la Italia. Así es que se tiene por uno de los mayores errores de Antonio el haber dilatado la guerra, por cuanto dio tiempo a César para prevenirse y para que apaciguara las sediciones; pues si los hombres cuando se les exige se alborotan, después de haber contribuido y pagado se aquietan. Ticio y Planco, varones consulares, amigos de Antonio, insultados de Cleopatra porque en muchas cosas se le habían opuesto mientras estaban en el ejército, huyeron de él, y pasándose a César, le denunciaron el testamento de Antonio, del que tenían conocimiento. Hallábase depositado en poder de las vírgenes Vestales, y a la petición que César les hizo se negaron, respondiendo que si quería, fuera y lo tomase. Hízolo así, y primero leyó para sí solo lo en él escrito, anotando algunos lugares que daban más margen a acusación. Reuniendo después el Senado, los leyó con ofensa e indignación de muchos; porque parecía cosa dura y terrible que se hiciera cargo a nadie en vida de lo que disponía para después de su muerte. Sobre lo que principalmente insistía era sobre la cláusula relativa a su entierro, en la que mandaba que, si moría en Roma, su cadáver, llevado en procesión por la plaza, fuera enviado a Cleopatra a Alejandría; y Calvisio, amigo de César, añadió, como crímenes de Antonio en sus amores con Cleopatra, los siguientes: que había cedido y donado a ésta las bibliotecas de Pérgamo, en las que había doscientos mil volúmenes distintos; que en un convite a presencia de muchos se había levantado y le había hecho cosquillas en los pies, por cierto convenio y apuesta entre ellos; que había sufrido que los de Éfeso llamaran a su vista señora a Cleopatra; que muchas veces, estando administrando justicia a reyes y tetrarcas, había recibido de ella billetes amorosos escritos en cornerinas y cristales, y puéstose a leerlos; y que hablando en una causa Furnio, hombre de grande autoridad y el más elocuente entre los Romanos, había pasado Cleopatra por la plaza conducida en silla de manos, y Antonio, luego que la había visto, había marchado allá, dejando pendiente el juicio, y pendiente de la silla de manos la había acompañado.

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