Aun pasó él mismo después de algunos días a visitarla y consolarla. Hallábase acostada humildemente en el suelo, y al verle entrar, corrió en ropas menores y se echó a sus pies, teniendo la cabeza y el rostro lastimosamente desaliñados, trémula la voz y apagada la vista. Descubríase también la incomodidad que en el pecho sufría, y en general se observaba que no se hallaba mejor de cuerpo que de espíritu; sin embargo, la gracia y engreimiento de su belleza no se habían apagado enteramente, sino que por en medio de aquel lastimoso estado penetraban y resplandecían, mostrándose en los movimientos del rostro. Mandóle César que volviera a acostarse, y habiéndose éste sentado cerca de ella, empezó a disculparse con atribuir lo ocurrido a la necesidad y al miedo de Antonio; pero contestándole y replicándole César a cada cosa, al punto recurrió a la compasión y a los ruegos, como podría hacerlo quien estuviese muy apegado a la vida. Por último, teniendo formada lista del cúmulo de sus riquezas, se la entregó; y como Seleuco, uno de sus mayordomos, la acusase de que había quitado y ocultado algunas cosas, corrió a él y, asiéndole de los cabellos, le dio muchas bofetadas. Rióse de ello César, y procurando aquietarla: “¿No es cesa terrible, ¡oh César!- le dijo-, que habiéndote tú dignado venir a verme y hablarme en esta situación, me acusen mis esclavos si he separado alguna friolera mujeril, no ciertamente para el adorno de esta desgraciada, sino para tener con qué hacer algún leve obsequio a Octavia y a tu Livia, y conseguir por este medio que me seas más favorable y propicio?” Daba esto gran placer a César, por creer que Cleopatra deseaba conservar la vida; diciéndole, pues, que se lo permitía y que sería tratada en todo decorosamente, más de cuanto ella pudiera esperar, se retiró contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado.