Hacíase, pues, Dion molesto, como era natural, no teniendo ninguna blandura ni condescendencia juvenil; por lo que aquellos, dando a sus virtudes con cierta apariencia nombres de vicios, graduaban de soberbia su gravedad, y de insolencia su franqueza: si hacía amonestaciones, parecía que los acusaba, y si no se prestaba a sus extravíos, que los miraba con desprecio. Por otra parte, su mismo genio le inclinaba a cierta entereza y severidad poco accesible y comunicable para el trato, pues no sólo no era afable y risueño para un joven cuyos oídos estaban corrompidos con las lisonjas, sino que aun muchos de los que le tenían más tratado, y a quienes agradaba más la sencillez e ingenuidad de sus costumbres, reprendían en sus audiencias el que hablaba a los que tenían negocios con más aspereza y despego de lo que convenía; sobre lo que Platón, como profetizando, le escribió más adelante que pusiera cuidado y se fuera a la mano en la terquedad, que regularmente se contrae viviendo solo. Mas, sin embargo, aun entonces mismo, cuando parecía que se le tenía en grande aprecio por los negocios, y porque era el único que mantenía y conservaba en pie la tiranía conmovida y vacilante, conocía él que, si era el primero y el mayor, no se debía a la voluntad del tirano, sino a la necesidad que de él tenía.