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Viendo, pues, Dion al hijo de Dionisio pervertido y estragado en sus costumbres, como hemos dicho, por falta de educación, lo exhortaba a que procurase instruirse, a que rogara con todo encarecimiento al mayor de los filósofos que viniera a Sicilia, y venido que fuese, se pusiera en sus manos, para que, formadas por la razón sus costumbres a la virtud, y asemejado él mismo al ejemplar más divino y más hermoso de cuanto existe, al que cuando obedece todo lo criado, destruido el desorden, resulta lo que llamamos mundo, se procurara a sí mismo y a sus ciudadanos la mayor felicidad; haciendo que lo que ahora ejecutan éstos de mala gana por la necesidad del mando, lo ejecutasen con placer, viéndole mandar paternalmente con prudencia y justicia, y convertido en rey de tirano, pues que las cadenas diamantinas no eran, como decía su padre, el temor, la violencia, la muchedumbre de las naves ni la guardia de diez mil bárbaros, sino el amor, la pronta voluntad y el agradecimiento, producidos por la virtud y la justicia; cosas que, aunque parecen más suaves que aquellas otras fuertes y duras, dan mayor estabilidad al mando. Fuera de esto, decía ser poco airoso y apetecible que el que manda sobresalga en los adornos del cuerpo y en la brillantez de su casa y que se confunda en la conversación y en el modo de explicarse con el hombre más oscuro, y que no procure tener regia y convenientemente adornado el palacio de su alma.

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