Este era el estado de los negocios cuando llegó Platón a Sicilia; en el primer recibimiento se le hicieron los mayores honores y obsequios, pues al apearse de la galera estaba preparada una de las carrozas reales adornada magníficamente, y el tirano hizo un pomposo sacrificio, como si la ciudad hubiera tenido algún próspero suceso. Por otra parte, la moderación en los convites, el arreglo del palacio y la mansedumbre del mismo tirano en cuantos negocios ocurrían hicieron concebir a los ciudadanos las más lisonjeras esperanzas de una mudanza. Había una especie de manía en todos por la doctrina y la filosofía, y aun dura la voz de que el palacio estaba lleno de polvo de tantos como eran los que trazaban líneas geométricas. Al cabo de pocos días se celebraba en palacio un sacrificio solemne y patrio, y haciendo el heraldo, según costumbre, la plegaria de que se conservase inalterable la tiranía por largo tiempo, se refiere que Dionisio, que se hallaba presente, le increpó diciendo: “¿No cesarás de maldecirme?” Disgustó sobremanera este suceso a Filisto, por creer que el poder de Platón sería con el tiempo y la costumbre invencible si ahora con una ligera conferencia así había cambiado y mudado el ánimo de aquel joven.