De aquí en adelante se censuró ya a Dion, no por uno u otro solamente y en voz baja, sino por todos y en público, pues decían: “Está visto el objeto que tiene en embaucar y en cierta manera encantar a Dionisio con la doctrina de Platón, para que, abdicando y renunciando éste voluntariamente la autoridad, recaiga en él mismo, y pase después a los hijos de Aristómaca, que son sus sobrinos...” Algunos, fingiéndose disgustados, decían: “No ha mucho que los Atenienses llegaron aquí con poderosa fuerza de mar y tierra, y se gastaron y destruyeron antes de tomar a Siracusa, y ahora disuelven la tiranía de Dionisio por medio de un sofista, persuadiéndole que, retirándose de los diez mil estipendiarios, y dejando sus trescientas naves, los diez mil caballos y un número de infantes muchas veces mayor, se entretenga en buscar en la academia el tan celebrado último bien, y se haga feliz por medio de la geometría abandonando la felicidad del imperio, de la opulencia y del regalo a Dion y a sus sobrinos.” Habiéndose seguido a esto desde luego sospechas, y después enojo y división manifiesta, se le entregó reservadamente a Dionisio una carta escrita por Dion a los magistrados de Cartago, en que les decía que cuando hubieran de tratar de paz con Dionisio no fueran a verle sin hallarse él presente, para que por él se arreglara todo a su satisfacción. Esta carta la leyó Dionisio a Filisto, y habiendo conferenciado con él, según dice Timeo, se dirigió con una fingida reconciliación a Dion, con quien al efecto usó de afectadas excusas; y diciéndole que todo estaba ya acabado, lo llevó solo por debajo del alcázar hacia el mar, donde le mostró la carta, haciéndole reconvenciones sobre que, ayudado de los Cartagineses trataba de rebelarse contra él. Quiso Dion defenderse, pero no le dejó, sino que como estaba le hizo embarcar en un barquichuelo, dando orden a los marineros de que lo condujeran a Italia, y allí lo echaran en tierra.