27

Su viaje a la corte de Creso hay algunos que lo miran como invento y ficción anacrónica; mas yo una narración tan pregonada por la fama, contestada por tantos testigos, y lo que es más, tan conforme con las costumbres de Solón, y tan digna de su prudencia y sabiduría, no me parece que debo desecharla en obsequio de ciertas reglas cronológicas que millares de escritores andan rectificando hasta hoy, sin que les sirvan para venir a un sentir común entre tantas opiniones contradictorias. Dícese, pues, que llegado Solón a Sardis a ruegos de Creso, le sucedió lo mismo que a los que de las tierras interiores se encaminan al mar por la primera vez; y es que creen ser el mar cada uno de los ríos que van encontrando: así Solón, discurriendo por el palacio, y viendo a muchos de los palaciegos costosamente vestidos, y afectando gravedad entre una turba de ministros y guardias, cada uno creía que era Creso, hasta que llegó éste, que se hallaba recostado, teniendo de adorno todo cuanto en pedrería, en los colores del vestido y en alhajas de oro podía verse de más preciado y apetecido para que fuese un espectáculo sumamente vario y majestuoso. Cuando Solón llegó a ponérsele enfrente, nada se advirtió en él, ni nada dijo a tal novedad de lo que Creso había imaginado; antes cualquiera hombre sagaz comprendiera con facilidad que miraba con desprecio toda aquella insolente y necia ostentación; por lo cual mandó el rey que los tesoros de todas sus riquezas, y cuanto quedaba en su guardajoyas y guardarropa, se mostrara y pusiera a la vista de quien no necesitaba ni mirarlos, teniendo lo bastante en él mismo para juzgar de sus costumbres y carácter. Cuando volvió de haberlo registrado todo, le preguntó Creso si conocía entre los hombres quien fuese más feliz que él; respondióle Solón que había conocido a un su ciudadano llamado Tello; y habiéndole explicado que este Tello, hombre bueno, habiendo dejado unos hijos muy recomendables, y habiendo vivido sin verse en escasez de nada de lo que se contempla necesario, había tenido una muerte gloriosa, declarado benemérito de la patria, túvole desde luego Creso por extravagante e inurbano, pues que no ponía en el oro y la plata la medida de la felicidad, sino que tenía en más la vida y muerte de un hombre particular y plebeyo que toda aquella majestad y poderío. Con todo, volvióle a preguntar si además de Tello había conocido alguno otro más feliz: volviendo Solón a responder que conoció a Cleobis y Bitón, hermanos, muy amantes entre sí y muy amantes de su madre, los cuales, como los bueyes se tardasen, poniendo sus cuellos bajo el yugo de la carroza, habían llevado a su madre al templo de Hera entre las bendiciones de todos los ciudadanos y con el mayor contento suyo, y ellos después, habiendo hecho sacrificios y libaciones, ya no volvieron a levantarse más, sino que se conoció claramente que habían tenido una muerte libre de todo dolor e incomodidad, en medio de tanta gloria y aplausos. Enfadado ya entonces, le dijo Creso: “¿Conque a mí no me das lugar ninguno en el número de los felices?” Solón a esto, no queriendo adularle, ni tampoco irritarle más, “A los Griegos, oh rey de Lidia- le contestó-, nos ha concedido Dios una medianía en muchas cosas, y nos ha hecho participantes de cierta sabiduría tranquila y confiada, según parece, la cual es toda popular, no regia y brillante, como nacida de aquella misma medianía; ésta, pues, viendo sujeta la vida a tan diversas fortunas, no nos deja engreírnos con los bienes presentes, ni admirar en el hombre una felicidad que puede tener mudanza con el tiempo; porque cada uno tiene sobre sí un porvenir muy vario, por lo mismo que es incierto; y aquel tenemos por feliz a quien su buen hado le ha proporcionado ser dichoso hasta el fin. Mas la felicidad del que todavía está vivo y sujeto a riesgos es insegura y falible, como el parabién y la corona del que todavía está peleando”. Dicho esto, se retiró Solón, dejando disgustado a Creso, pero no corregido.

Share on Twitter Share on Facebook