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Después de la muerte de Filisto envió Dionisio a Dion quien le propusiera que le haría entrega de la ciudadela, de las armas y de sus tropas con el sueldo completo de éstas para cinco meses, bien que pidiendo que bajo la fe de un tratado se le permitiera retirarse a Italia y, habitando allí, disfrutar en los términos de Siracusa la posesión llamada Giata, que era un campo dilatado y fértil, que desde la orilla del mar entraba tierra adentro. No admitió Dion el mensaje, sino que le envió a decir que suplicara sobre el objeto de éste a los Siracusanos, los cuales, esperando tomar vivo a Dionisio, despidieron a sus embajadores; pero él lo que hizo fue entregar la ciudadela a su hijo mayor, Apolócrates, y aguardando un viento favorable, teniendo ya puestas en las naves las personas que más apreciaba y lo más escogido de su riqueza, se hizo a la vela, sin que de ello tuviese noticia el general de la armada, Heraclides. Éste, como se viese maltratado y perseguido de los ciudadanos, se valió de Hipón, que era uno de los demagogos, para que propusiera al pueblo un nuevo repartimiento de tierras, como que la igualdad era principio de libertad, y la pobreza de esclavitud para los miserables. Púsose a su lado Heraclides, y conmoviendo al pueblo contra Dion, que se oponía, persuadió a los Siracusanos a que, además del repartimiento, decretaran privar a los soldados forasteros de su sueldo, y nombrar otros generales, siéndoles ya molesto Dion. Los Siracusanos, pues, intentando levantarse repentinamente como de una larga enfermedad de la tiranía, y manejarse intempestivamente como los pueblos que tenían el hábito de la libertad, se hicieron a sí mismos gran daño, y aborrecieron a Dion porque, como un buen médico, quería mantener la ciudad en un arreglo esmerado y sobrio.

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