Habiéndose congregado en junta para elección de los nuevos magistrados, estándose entonces en medio del estío, por quince días seguidos sucedieron truenos extraordinarios y señales del cielo infaustas, que por superstición apartaron al pueblo de nombrar otros generales. Mas luego que a los demagogos les pareció que ya la serenidad era permanente, quisieron llevar a efecto la junta; pero la casualidad hizo que un buey de carretero, aunque hecho a ver gentes, se inquietase y enfureciese contra el conductor, y huyendo a carrera del yugo, se dirigió al teatro, donde inmediatamente alborotó y dispersó a la muchedumbre, que dio a correr desordenadamente; el buey continuó en su fuga saltando y trastornando cuanto encontraba en aquella parte de la ciudad que después ocuparon los enemigos. A pesar de todo esto, y no haciendo cuenta ninguna de ello, nombraron los Siracusanos veinticinco magistrados, de los que era uno Heraclides, y hablando reservadamente a los soldados extranjeros, trataron de seducirlos y separarlos de Dion para traerlos a su partido, prometiéndoles que serían con ellos iguales en derechos. Mas aquellos soldados desecharon sus proposiciones y, conservándose fieles y adictos a Dion, se pusieron armados a su lado para defenderle y protegerle, y así lo sacaron de la ciudad, sin hacer la menor ofensa a nadie, y sólo reconviniendo agriamente a los que encontraban por su ingratitud y perversidad; pero los Siracusanos, despreciándolos por su corto número y porque no habían sido los primeros en la agresión, llevados de que eran muchos más, los acometieron, en la inteligencia de que los vencerían fácilmente dentro de la ciudad y acabarían con todos.