Habiéndole salido tan felizmente los negocios, la primera cosa en que se propuso gozar de su prosperidad fue en hacer favores a sus amigos y donativos a los aliados, y más especialmente en hacer participantes de su humanidad y munificencia a los más allegados que tenía en la ciudad, y a los soldados que le habían servido, excediendo su magnanimidad a sus facultades; pues por lo que hace a sí mismo se trataba sencilla y frugalmente como cualquier particular, siendo de maravillar que, teniendo puesta la vista en su brillante fortuna no sólo la Sicilia y Cartago sino toda la Grecia, y no reputando todos por tan grande a ningún general de los de aquella edad, ni hallando con quien compararlo en valor y en buena suerte, usara de tanta moderación en el vestido, en la servidumbre y en la mesa, como si se mantuviera en la Academia al lado de Platón y no viviera con extranjeros y soldados, para quienes los continuos festines y recreos, son un desquite de los trabajos y peligros. Y si Platón le había escrito que a él sólo sobre la tierra miraban todos, él, a lo que parece, no miraba más que a un pequeño recinto de una sola ciudad, esto es, a la Academia, sabiendo que aquellos espectadores y jueces, no tanto admirarían ninguna acción brillante ni ninguna empresa atrevida como estarían en observación de si hacía un uso prudente y modesto de su fortuna, y si se mostraba templado en la prosperidad y en la opulencia. Por lo que hace a la severidad en el trato y a la gravedad para con el pueblo, tenía propuesto de no rebajar o quitar nada, a pesar de que el estado de las cosas pedía cierta condescendencia y de que, como hemos dicho, Platón le había reprendido escribiéndole que la terquedad y dureza son propias de la soledad, sino que él, naturalmente, debía de ser despegado, y parece que se proponía mejorar en costumbres a los Siracusanos, demasiado muelles y delicados.