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Era preciso que estuviese siempre receloso de la enemistad de Heraclides, el cual, en primer lugar, llamado al consejo, no quiso concurrir, diciendo que, por ser un particular, adonde debía asistir era a la junta pública con los demás ciudadanos. Además de esto, acusaba a Dion de no haber demolido la ciudadela; de que, queriendo el pueblo deshacer el sepulcro de Dionisio el Mayor y arrojar su cadáver, no se le permitió, y, finalmente, que llamaba consejeros y compañeros para el mando de la ciudad de Corinto, desdeñando sus propios ciudadanos. De hecho había llamado a los de Corinto, por creer que con más facilidad establecería con su venida el gobierno que meditaba. Considerando a la democracia pura, no como un gobierno, sino como el mercado de todos los gobiernos, según expresión de Platón, pensaba desterrarla de Siracusa y establecer y plantear, al modo de los Lacedemonios y Cretenses, un gobierno mixto de democracia y monarquía, en que la aristocracia tuviera la principal dirección; porque veía que también en los Corintios dominaba la oligarquía y eran pocos los negocios públicos que se administraban en la junta popular. Atendiendo, pues que Heraclides principalmente se le había de oponer para estos arreglos, siendo por otra parte turbulento, mudable y dispuesto a sediciones, a los que en otro tiempo había estorbado quitarlo de en medio, en esta ocasión se lo permitió, y así, introduciéndose en su casa, en ella le dieron muerte, la que los Siracusanos manifestaron sentir mucho. Pero Dion, disponiendo que se le hiciera un magnífico entierro, acompañando la pompa con todo el ejército, y agregándoles después, logró que se la perdonasen por creer que no podrían dejar de ser continuas las disensiones si a un tiempo gobernaban Heraclides y Dion.

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