Tenía Dion un amigo en Atenas llamado Calipo, del que decía Platón que, no por gustar de la doctrina, sino por la iniciación y por ciertas amistades vulgares, se le había hecho conocido y familiar; pero él, por otro lado, no carecía de instrucción en la milicia, en la que además se había adquirido un nombre, tanto, que había sido el primero que con Dion había entrado en Siracusa coronado, y en los combates era ilustre y distinguido. Habiendo perecido en la guerra los principales y mejores amigos de Dion, y, por otra parte, quitado de en medio a Heraclides, vio que el pueblo de Siracusa había quedado sin caudillo, y que los soldados de Dion principalmente le atendían y respetaban, con lo que Calipo, el más malvado de los hombres, vino a concebir la esperanza de que la Sicilia había de ser el premio de la muerte de su huésped; aun hay quien dice que había recibido veinte talentos de los enemigos por precio de esta maldad. Corrompió, pues, y sedujo a algunos de los aliados contra Dion, valiéndose para ello de este principio sumamente perverso y astuto: denunciando continuamente algunos rumores contra Dion, o que verdaderamente se habían esparcido, o levantado por él, adquirió tal autoridad y poder, por el crédito que había sabido conciliarse, que con reservas o a las claras hablaba a los que quería contra Dion, permitiéndolo éste, para que no se le ocultase ninguno de los descontentos o que se hiciesen sospechosos. Con esto vino a suceder que en breve Calipo pudo dar con los malos y mal dispuestos y asociárselos, y si alguno desechaba la proposición y daba cuenta a Dion de la tentativa con él hecha, no le cogía a éste de nuevo ni se inquietaba, suponiendo que Calipo no hacía más que lo que él le había mandado.