Mientras estaba Dion cercado de tales disgustos, Calipo adelantaba más y más sus asechanzas, y había hecho correr entre los Siracusanos la voz de que Dion, hallándose sin hijos, estaba en ánimo de llamar a Apolócrates el de Dionisio y declararle su sucesor, como sobrino que era de su mujer y nieto de su hermana. Ya habían llegado a tener sospechas Dion y las mujeres de lo que pasaba, y además eran frecuentes las denuncias que se les hacían de todas partes; pero pesaroso Dion de lo ocurrido con Heraclides y de aquella muerte, como si en su vida y en sus acciones le hubiese quedado cierta mancha impresa que no le dejaba obrar, en todo encontraba dificultades y andaba dando largas, habiéndose dejado decir muchas veces que estaba pronto a morir y a presentarse al que quisiera traspasarle, más bien que de haber de precaverse de amigos y enemigos. Viendo, pues, Calipo que las mujeres estaban instruidas menudamente de toda la conjuración, y concibiendo temor, se presentó a ellas negándolo, y con lágrimas les dijo que les daría las seguridades que quisiesen; pero ellas no se contentaban con nada menos que con que prestase el grande juramento. Era en esta forma: bajando el que le prestaba al santuario de Ceres y Proserpina, con ciertas ceremonias se circundaba de la púrpura de la Diosa, y tomando una tea encendida, hacía el juramento. Cumpliendo con todas estas cosas Calipo, y jurando, de tal modo se burló de las Diosas, que aguardó los días consagrados a la fiesta de la Diosa por quien juraba, y en uno de estos días ejecutó la muerte de Dion, pareciéndole que no era bastante impío con la Diosa y con su festividad si en otro tiempo él mataba a su iniciado.