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Tratóse después de esto del testamento y de las exequias de César, y pretendiendo Antonio que aquel se leyese y que el entierro no fuese oculto y sin la debida pompa, para no dar nueva ocasión de incomodidad al pueblo, Casio se le opuso con ardor; pero Bruto cedió y se prestó a su deseo, cometiendo en esto una nueva falta a juicio de todos, pues ya con haber conservado la vida a Antonio se creyó que había creado a la conjuración un enemigo poderoso y malo de reducir, y que ahora, con haber condescendido en que las exequias se hicieran según el deseo de Antonio, había consumado el anterior yerro. Porque, en primer lugar, como por el testamento se hubiesen de dar setenta y cinco dracmas a cada uno de los Romanos y se hubiesen legado al pueblo los huertos que tenía César al otro lado del río, donde está ahora el templo de la Fortuna, fue grande el amor y deseo que de él se excitó en los ciudadanos; y después, traído el cadáver a la plaza, como Antonio hiciese su elogio según costumbre y viese al recorrer sus hechos que la muchedumbre se mostraba conmovida, queriendo inclinarla a la compasión, tomó en sus manos la túnica de César empapada en sangre, y la manifestó desplegada, haciendo que apareciese el gran número de las heridas. Con esto ya todo se puso en desorden, porque empezaron unos a gritar que se diera muerte a los asesinos, y arrebatando otros, como antes se había hecho con el tribuno de la plebe Clodio, los escaños y mesas de las oficinas, los amontonaron y levantaron una grande hoguera, sobre la que pusieron el cadáver, quemándole y como consagrándole en medio de muchos lugares santos, inaccesibles e inviolables. No bien se encendió el fuego, cuando unos por una parte y otros por otra, tomando tizones a medio quemar, corrieron a las casas de los matadores para incendiarlas; pero éstos, fortificándose muy bien, evitaron entonces el peligro. Había un tal Cina, poeta, el cual no sólo había tenido parte alguna en la conjuración, sino que más bien era de los amigos de César. Había tenido un sueño en el que le parecía que, convidado por César a la cena, se había excusado; pero éste se había empeñado y precisándole a asistir, y que, por fin, tomándole de la mano, le había introducido a un sitio anchuroso y oscuro, al que con repugnancia y susto le había seguido. Después de este sueño, hizo la casualidad que en aquella noche le dio calentura, y sin embargo, siendo a la mañana el entierro, creyó que sería reparable el no concurrir, por lo que se metió entre la muchedumbre, que ya andaba alborotada. Viéronle, y teniéndolo por otro del que era, pues creyeron fuese el que pocos días antes había llenado de improperios a César en el Senado, le hicieron pedazos.

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