Embarcándose allí Bruto, se dirigió a Atenas, donde el pueblo le hizo el más afectuoso recibimiento por medio de aclamaciones y decretos. Habiéndose alojado en casa de un huésped suyo, se dedicó a oír al académico Teomnesto y al peripatético Cratipo; entregado con ellos a la filosofía, parecía que estaba ocioso y del todo descuidado; pero procuraba en tanto las cosas de la guerra sin dar de sí la menor sospecha, porque envió a la Macedonia a Heróstrato para ir atrayendo a los que en aquella parte mandaban tropas, y en Atenas hizo de su partido a los jóvenes romanos que estaban allí haciendo sus estudios, entre los cuales se hallaba el hijo de Cicerón, al que celebra sobremanera, diciendo que, despierto o dormido, siempre se admiraba de verle ciudadano, y tan excelente y tan enemigo de tiranos. Dando ya a las claras principio a su empresa, como supiese que no se hallaban lejos algunas embarcaciones romanas que conducían caudales del Asia, y que en ellas navegaba el pretor, varón de buen carácter y conocido suyo, salió a avistarse con él cerca de Caristo. Hablóle, y habiéndole traído a su propósito, entregado de las naves, quiso agasajarlo con esplendor, porque hacía la casualidad que esto era en el día natal de Bruto. Cuando hubo llegado el momento de beber, se echaron brindis por la victoria de Bruto y por la libertad de Roma, y queriendo éste confirmarlos más en su partido, pidió un vaso mayor, y tomándole, sin ocasión ni motivo ninguno prorrumpió en este verso: Matóme el hado, y el Latonio Apolo. Añaden a esto que cuando en Filipos salió por correr la suerte de la última batalla, la seña que dio a sus soldados fue Apolo, por lo que el haber prorrumpido en aquel verso se ha tenido por indicio y anuncio de su última desventura.