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Estando para trasladarse al Asia, le llegaron nuevas de las mudanzas ocurridas en Roma, porque el nuevo César al principio había sido ayudado por el Senado contra Antonio; pero después que hubo arrojado a éste de la Italia, ya él mismo había empezado a causar justos recelos, aspirando al consulado contra la ley, y manteniendo numerosas tropas cuando la república para nada las había menester. Como él viese, pues, que esto el Senado lo llevaba a mal, y que dirigía sus miradas afuera, fijándolas en Bruto, a quien había hecho confirmar por nuevo decreto sus provincias, comenzó a temer, y además de enviar personas que solicitaran a Antonio a hacer amistad con él, acantonando las tropas en los contornos de la ciudad, obtuvo el consulado, siendo apenas mozo de veinte años, como él mismo lo escribió en sus Comentarios. Intentó enseguida causa capital contra Bruto y sus cómplices por haber dado muerte, sin juicio precedente, a un hombre tan principal como César, constituido en las mayores dignidades, y presentó por acusadores: de Bruto, a Lucio Cornificio, y a Marco Agripa, de Casio. Declaradas por desiertas las causas, los jueces tuvieron por fuerza que pronunciar sentencia condenatoria; dícese que al llamar el pregonero a Bruto a juicio desde el tribunal, según es de estilo, la muchedumbre abiertamente prorrumpió en sollozos, que los primeros ciudadanos, bajando los ojos a tierra, no se atrevieron a hacer ninguna demostración, y que, habiéndose visto llorar a Publio Silicio, por este solo motivo de allí a poco fue uno de los proscritos a muerte. Después, reconciliados entre sí los tres, César, Antonio y Lépido, se repartieron las provincias y extendieron tablas de proscripción a muerte de doscientas personas, entre las que murió Cicerón.

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